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Un tiempo de regalos: la música de la vida

A Monchu

Por el Dr. José Ignacio Torres

Tengo en las manos el libro de Patrick Leigh Fermor que un día me regaló mi amigo Monchu y lo saboreo mientras olfateo el papel y toco sus páginas acariciándolas en un acto de doble agradecimiento, al autor y al amigo.

Lo saboreo, digo, porque los objetos que se escapan de lo virtual como las flores por su belleza y olor, el chocolate por su aroma y sabor, los besos de las personas amadas o los libros que nos enriquecen, ilustran y entretienen abriendo todas las puertas a la imaginación y al viaje constituyen lo que la vida tiene de verdadero.

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.

Si algo tiene de interés este texto es sin duda su modo de contar el viaje de la vida que comienza a una edad adolescente con una larga travesía a pie. Un camino plagado de incertidumbres (como la propia vida), de penalidades (que nos llegan a todos) y sobre todo de luz. Una luz que proviene de cada una de las personas que conoce, que le ayudan, enamoran, amistan y enseñan.

Aunque el viaje es a veces oscuro, predomina la luminosidad que podemos soñar a través de la excelente descripción de los paisajes y en cada uno de los rostros adivinados de la gente sencilla del camino y de las casualidades. Esos momentos mágicos que aparecen a veces cuando menos lo esperamos.

A lo largo de nuestra vida, que es un regalo, que cada uno puede atribuir a la casualidad, el destino, los dioses o los hados, transitamos por diferentes rutas interiores y terrenas.

En esos trayectos, quizás marcados o quizás no, en los que cada uno de nosotros simulara ser el protagonista de su mejor novela o película van apareciendo actores principales y secundarios. Diversos ríos y mares, playas de desembarco, valles y montañas. Y rostros. Rostros que provocan miedo, ira, frustración, alegría, amor o conmoción.

Teniendo siempre a Itaca presente en mi mente puedo ver como en flashback a aquellas personas que han venido conformando mi camino: maestros, familia, amigos, alumnos, pacientes. Veo sus rostros, imagino los momentos vitales y claves compartidos, las risas, las lágrimas, los bailes, los sufrimientos, las dudas, los momentos de estudio, los exámenes y pruebas de todo tipo que la vida nos exige.

Los presentes y los que ya no están, porque su presencia sigue intacta en mi memoria y en mi alma, pues todo lo que soy está en deuda con lo que ellos fueron y me legaron. Su inteligencia, conocimientos, humor, generosidad, afecto y bondad.

Las músicas de la vida

Todos y todo tienen su música porque somos seres musicales, llevamos con nosotros la melodía interior y en nuestro más íntimo lugar los sonidos que nos conforman como un rompecabezas.

La música configura nuestra intrahistoria porque renacemos una y otra vez a través de los sonidos de sus notas y sus melodías. Por ello, como si de un gran puzle se tratase, un colorido Lego con piezas de múltiples y de diferentes tamaños ensamblado o las vías de un tren de juguete interminable, la vida, mi vida, se construye como un poema sinfónico a través de las emociones que me ha hecho sentir desde mis primeros pasos.

A través de la emoción me reconozco en la adolescencia en aquella música de los primeros vinilos que llegaron a mis manos y sonaron en el tocadiscos: Mediterráneo de Serrat, el doble álbum rojo de los Beatles o Aqualung de Jethro Tull. Todos ellos, y muchos otros que conmigo moran, conservan el chisporroteo de sus giros milenarios.

Visualizo de modo vívido aquel lugar de la casa en donde sonaba tanta música barroca: Albinoni, Corelli, conciertos y conciertos de Vivaldi, mucho Bach, siempre “el viejo peluca” como un padre musical, Telemann y su música constante o el vibrante Pergolesi con sus conciertos para flauta y su ópera breve La serva padrona. Y me escucho cantando, entre lección y lección, a toda voz en un mal inglés antiguo El Mesías de Händel, en la versión de Sir Colin Davis o La Creación de Haydn en un horrible alemán mientras preparo mis exámenes de medicina y dirijo a Dvořák con una orquesta ficticia.

Después, me tomo un respiro y una Coca-Cola para bailar con la música de Nacha Pop, Mamá, Fleetwood Mac, Alaska, Blondie, Tequila o Los Secretos a solas en mi habitación. Música que suena en el tocadiscos que me había regalado mi tío con el volumen a todo trapo y los vinilos rodando por las sillas, la mesa y la cama con sus portadas al aire como una declaración de amor.

Desde lo más profundo del alma surgen en mi memoria enlazadas como las melodías encadenadas algunas de las sintonías de mi vida con Mozart, Dylan y sus primeros vinilos cuando tenía que llover mucho para cambiar el mundo, John Coltrane con su A love Supreme, como una plegaria, Paco de Lucía y Entre dos aguas, tanto y tanto Beethoven o Jethro Tull y su Locomotive Breath con la que no paraba de aullar y bailar en cada nota.

Y en un momento de calma, después del tormentoso baile aparece mi querido Aute. Entonces, Luis Eduardo, canta la canción más hermosa del mundo ( que diría Sabina) que se titula Las cuatro y diez.

Cuando terminan sus últimos acordes me encuentro solo en un cine de Santander al comienzo de Una habitación con vistas de James Ivory con la música de Puccini al fondo mientras me acomodo. Quizás el cielo deber ser algo parecido a esa ciudad y sus sonidos tendrán aquella música.

Una música que me traslada de nuevo a un pasado entonces reciente de sonidos, de libros y apuntes, en el que grabábamos los discos en casetes y los adornábamos con fotos. Vuelvo a ver tal y como está enmarcada entre el plástico que la rodea aquella foto del Erecteion que ilustraba la casete de Mikis Theodorakis y siento por un momento que estoy cantando Doxa ToTheo mientras rememoro la hermosa y potente voz de Maria Farandouri.

En mi camino largo lleno de mañanas de verano suenan con frecuencia The long and winding road, como recordatorio de que las historias y las vidas son como ríos que van al mar, la ola de Antonio Carlos Jobim y toda la bossa nova escuchada, los veristas, con su intensidad dramática y vocal, Neil Diamond y su Longfellow Serenade, Vivaldi con las cuerdas al viento y su concierto con mandolina, Mozart sinfónico y operístico y Joan Manuel silabeando como solo él sabe su Romance de Curro el Palmo.

Veo de nuevo encima de la cama de estudiante los discos de Miles Davis, Vinicius de Moraes con Toquinho y Maria Creusa en la Fusa ( que escuchaba con Perico y Ramón hasta el hastío) y me suenan las voces inigualables de Amália Rodrigues o Nina Simone, el saxo de Charly Parker y el piano de Keith Jarret en cada nota de su concierto en Colonia.

Mientras, muy a lo lejos, la voz de Llach que en aquellos oscuros días de los setenta cantaba tonante L’Estaca y contaba la historia del bandolero entre sonidos de cascos de caballo entona suavemente las notas de Un núvol blanc que es desde décadas nuestra canción.

Es entonces, cuando pienso que ojalá estuvieses aquí mientras estoy escuchando a Pink Floyd, y enlazadas surgen de pronto las cuerdas vibrantes en el adagietto de la quinta de Mahler después de que me haya dejado llevar por la emoción con los textos y sonidos de La canción de la tierra.  

Aparecen como en un sueño todos los poetas en la voz ronca de Paco Ibáñez, desde los anónimos a Rafael pasando por José Agustín. Ahora, y solo ahora henchida el alma es cuando doy vueltas sobre mí mientras Franco Battiato se dispone a danzar entre los zíngaros del desierto.

Me vienen al recuerdo de aquellos fríos días en la ciudad alcanzada la noche en que compartimos un concierto de Madredeus en aquel pabellón cidiano lleno envueltos por la cálida voz de Teresa Salgueiro y también la emoción con la que escuchamos años después asombrados la música de Philip Glass interpretada al piano y al violonchelo en el auditorio de la Casa del Cordón.

De pronto, veo como en una alucinación el rincón en el que cantan juntos Camarón de la Isla, David Bowie, Billie Holiday y el león de Belfast la canción de Kiko Veneno Volando voy, volando vengo para después arrancarse por baladas y entonar suavemente a capella aquella otra que habla de la chica de los ojos castaños.

Cuando parece que todo haya terminado siento en las profundidades de mi alma cada una de las notas límpidas y tranquilas, casi calladas, del Spiegel im-Spiegel de Arvo Pärt y tras un largo silencio que constituye la música de todas las músicas pone voz al alma enamorada de Schubert el tenor Alfredo Kraus.

Desde puertos nunca vistos surgen sonidos de violines, notas compuestas por John Barry para aquella escena en la que Denys Finch Hatton vuela por la sabana africana y los acordes electrónicos de la personal música de Vangelis, mientras siento que corro descalzo por una playa en una carrera contra mí mismo, un trayecto interminable con un horizonte cambiante.

Es entonces, y sólo entonces, cuando siento que Sólo Dios sabe lo que la música y vosotros significáis para mí.

El tiempo de los regalos

Leigh Fermor, en su larga vida (1915-2011) fue maestro y aprendiz, soldado y pastor, amigo y amante, pero sobre todo un excelente escritor influenciado por narradores clásicos, anglosajones y por George Katsimbalis, el coloso de Marusi. Con su limpia prosa, excelente memoria y capacidad descriptiva nos regaló un puñado de buenos libros para aprender y disfrutar. Textos tan íntimos como Un tiempo para callar, en el que comparte sus experiencias en la vida de clausura de cuatro abadías, su novela caribeña Los violines de Saint-Jacques, las excelentes descripciones del paisaje y paisanaje griegos en Mani y Roumeli, y los tres libros de viajes que narran su epopeya de aquel año 1933 y que comienza con El tiempo de los regalos.

Quisiera recordarle por ello, agradecer su vida y su obra y aquel gesto generoso de mi amigo que me abrió las puertas del goce y el aprendizaje de la mano de aquel caballero británico, mientras termina el poema con los últimos versos de Kavafis:

 Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás ya qué significan las Itacas.

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