“Ordesa” para médicos, madres y padres
Así que me puse a llorar a todo meter. Como una madalena. No sé bien por qué decimos “llorar como madalenas” ¿Lloran las madalenas?¿Están tristes y por eso decimos que lloran? ¿Y qué tienen que ver las madalenas con los recuerdos, con la infancia, con las lágrimas? Vale que desde Proust hay que ir con cuidado al mojar madalenas en el té por lo que te pueda pasar. Pero no sé si eso lo explica todo. Y, por cierto, ¿es madalena o magdalena? Seguro que la RAE dice que es magdalena pero a mí me gusta más lo primero. Ah, que es por María Magdalena. Vale. Bueno, es igual, la cuestión es que me puse a llorar como una madalena.
Y no es un lloro pequeño, no. Es uno de esos más profundos. Tipo sollozo. Como si quisieran aparecer convulsiones y todo. Quizá es que he dormido poco. O no he desayunado bien. El estrés del viaje, el aeropuerto. O los aires tinerfeños, vaya usted a saber. De esas emanaciones telúricas nunca puedes fiarte.
El caso es que me tiembla la barbilla como a los niños cuando están a punto de romperse. Y me dan espasmos en el estómago. Y el nudo en la garganta. Y empiezo a moquear y ni pañuelos he metido. Solo faltaba eso. Sin pañuelos en un avión a no sé cuántos miles de pies de altura. ¿Por qué dirán pies de altura? El inglés, seguro.
Recomponte, me digo. Recomponte o entre el nudo, las espasmos, los gemidos, esto va a explotar. Y no estamos precisamente para que explote nada hoy día en los aviones. Nada, ni por esas. Ni gracia me hacen mis chistes. Como si exploto todo entero, pienso, y se van esparciendo los trocitos como motas de polvo por el aire. Desintegrarse en un momento. Después de todo, al final, polvo somos, dicen los curas. Uf, no vengas ahora con esas.
Sí vengo, sí vengo. Como un crío protestón. Como un adolescente malcriado. Y no me importa que me resbalen las lágrimas. No, no me voy a poner las gafas de sol, que tampoco las tengo a mano. Ni me voy a tapar la cara haciendo que me restriego los ojos, cansados de tanto leer. Ni cerrarlos. Ni beber agua. Ni moverme en el asiento. No voy a hacer nada de todo eso. No sé ni dónde poner el libro. Ese libro que me está quemando las manos. Ese libro que me está quemando los huesos y las articulaciones.
Al lado va un matrimonio centroeuropeo. Norteuropeo, más bien. Abueletes, pero en plan moderno. Ella, que es la que está a mi lado, con zapatillas de deporte y sin sacar la cabeza del móvil. Me ha ido metiendo el codo en el reposabrazos desde que se sentó. Como diciendo aquí estoy yo, que soy centroeuropea. O, mejor, norteeuropea, chaval. La verdad es que yo también le metí un poco el codo al principio, en una lucha soterrada, pero ahora me rindo. Es más, voy a ponerle las costillas a tiro para que me lo clave bien y, así, ya tendré algo por lo que llorar. A ver si ahora vas a llorar por algo, diría mi madre. Dirían todas las madres del mundo. Llorar por algo y no por nada. Porque, en realidad, ¿por qué estás llorando?
El seminario ha estado fantástico. Homeopatía y comunicación. Los amigos, con los que lo compartes, geniales, como siempre. La gente, encantadora. Los paseos, el tiempo soleado, las cenas, las conversaciones agradables. Vale que son tres horas de avión, tú que no viajas mucho. Cogeré el libro ese, que lo empecé hace unos días pero lo dejé a las pocas páginas. Y así me entretengo, pensaste. ¿Me entretengo? De sobras sabías que no te ibas a entretener con él. De sobras sabías que, quizás, no te ibas a entretener nada, capullo. De sobras sabías que había altas probabilidades que esas malditas páginas te iban a explotar en toda la garganta, en todo el corazón.
Y así ha sido.
Tú te lo buscaste.
Te lo buscaste. Todo está aún reciente, además, papá. Padres e hijos. Ser padre es entender, qué digo entender, es sentir la fuerza de la gravedad. Ser madre supongo que también, o incluso más, pero yo vengo a hablar de lo mío. No quiero hacer suposiciones.
Somos hijos y vagamos por el éter, despreocupados. Hasta que nos succiona la fuerza de la gravedad y nos hace padres. Muchas veces ni siquiera lo habíamos planeado. Un día, plaf, va y sucede. O no, no nos hace padres biológicos pero también tenemos ese día. Algunos quizás no lo tengan, no sé bien. Yo hablo de lo mío. No quiero hacer suposiciones. Y, entonces, en ese mismo instante, en ese único instante, uno de los más importantes de nuestras vidas, entendemos la gravedad. Esa aceleración de nueve coma ochenta metros por segundo al cuadrado que nos impele hacia el centro de la tierra.
Es entonces cuando vemos el cordón de plata. El cordón del que hablan los que dicen haber tenido experiencias astrales. El cordón que nos une al cuerpo físico. Pero no es de plata. Ni es un cordón que nos une a nuestro cuerpo. O se trata de otra cosa. Que yo solo quiero hablar de lo mío y no hacer suposiciones. No, es a nuestro padre a quien nos une. Y a nuestra madre. Todos los hijos unidos a sus padres. Y ellos, a su vez, a los suyos. Todo el universo hecho de esos eslabones que lo encumbran a la bóveda del cielo. Las columnas que sostienen el universo. Las imponentes columnas de los padres y las madres que salen de los hombros del Atlante sosteniendo el mundo.
Y allí esta papá, mirándote. Como antes. Qué buen día hace hoy, dice. Qué buenas están estas patatas. Y te nombra. Y cuanto más te nombra más tú quieres explotar en lágrimas. Y mamá también te está nombrando. Ella añade un “ito” a tu nombre. juan-ito. manol-ito. gonzal-ito, quizás. Ella te va nombrando. Te arrulla contra su pecho y te revuelve el pelo. Juega con el pelo de tu cabeza. Podría no hacerlo, pero lo hace. Te canta suave. Y tú solo quieres dormir, morir… tal vez soñar. Eres Shakespeare, ahora. Eres Empédocles y Heráclito. Eres Homero. Eres todos los hijos, todos los nombres de la tierra. Los que han sido y los que serán.
Y, antes de que se desvanezcan las imágenes, aún te da tiempo a ver el nuevo eslabón que se está formando. Tu hijo no nota aún la gravedad. Quizá ya ha percibido la fuerza de las ondas electromagnéticas de la vida, a su alrededor, aunque esas son mas livianas y sutiles. Quizá, seguro, las de la materia oscura. Las que lo llamaron a encarnarse una noche de verano cuando solo las estrellas alumbraban a los amantes. A esos amantes y no otros. A esos padres y no otros. Los que su ser pedía. Los necesarios. Sí, tu hijo quizá aún vaga alegre y un tanto atolondrado por el éter como un asteroide por los vastos confines. Pero la unión ya está formada. Y en poco tiempo él también se hará consciente de que es un eslabón más en esa concatenación de causas y efectos interminables. En los músculos y nervios del Atlante que le dan sustancia y significado.
Y también un día sentirá este amor inmenso, como yo lo siento ahora. Esta conexión que todo lo ocupa. Este amor eterno que te quema la carne y la reduce a polvo.
Y entonces lloras por papá y sus patatas y su día de sol. Y por mamá y el eco de su arrullo. Lloras por todo aquello que no dijiste o que dijiste cuando no tenías que haber dicho, o por lo que dijiste o no dijiste de lo que te dijiste a ti mismo que, diciéndolo o no, ya no tendrías que arrepentirte de decir o no decir. Que no te quedaría nada por decir o no decir. Que a ti no te pasaría eso, como les pasa a los demás. Pero no fue así. Nunca lo es. Y ahora te queda toda esa culpa que expiar. Esa culpa infinita que no se acaba nunca.
Toda esa culpa a no sé cuántos miles de pies de altura. En un avión de la norwegian company, de asientos grises y reposacabezas rojo. Con un codo que ya te ha penetrado el hipocondrio y te está horadando el hígado.
Y lloras también por tu hijo. Y eso aún es peor, porque no hay razón para ello. Es un buen chico. Tiene buen corazón. Ríe alegre y vive un tanto despreocupado. Como un asteroide en medio del vasto universo. Pero eso es precisamente lo que te pone más triste. Tanto, que quisieras desintegrarte en motitas de polvo cósmico para estar siempre con él. Desintegrarte para ser su estela. Padre, ahí tienes mi cuerpo. Haz en él según tu palabra. Pero no pasa nada. No es posible. No es posible fundirme y ser su estela. Y por eso lloro.
Casi diría que en realidad las lágrimas caen por todos los hijos y por todos los padres y por todas las madres por todas las desgracias y todas las dichas por todo lo hablado y lo que se quedó por decir por todos los silencios lo que pugna por salir y explotar por todos los secretos por toda la inmensa belleza de la vida y los eslabones y el universo y las columnas y por papá y mamá que dentro de poco ya dejarás de ver una vez más.
Y lloras por ti porque te has quedado solo y no vas a saber qué hacer con toda esa gravedad que te impele hacia el centro de la tierra a más de nueve coma ochenta metros por segundo al cuadrado.
Todos muy solos en ese universo tan grande que da miedo nombrarlo.
¿Le ocurre algo? dice en idioma norteuropeo la abuela que ya me ha comido medio hígado.
No, respondo en suajili, pasándome la mano por toda la cara para secarme los mocos y las lágrimas mientras intento esbozar una sonrisa.
Cosas de nuestra tribu suajili, le vengo a decir, para así quitarle importancia.
E intento dejar de pensar en el libro. El que me quema las manos y la garganta. El que me está quemando el corazón. El que también es, como tantos otros, un verdadero manual de medicina. Homeopatía pura. No sé si tirarlo. Pero tampoco se puede. Seguro que cualquier norwegian me lo devuelve con amabilidad norteuropea. Quizá mejor pensar en otra cosa. En las papas arrugás. O en el teide, que no he visto. O en el cielo. O en algún tipo de paz.
Y así, poco a poco, me voy recomponiendo. Hasta empiezo a reírme de mis palabras en suajili, jaja. ¿Qué habrá entendido la pobre abuela al oírlas? Como mínimo, que estoy algo tarado. Y es que qué diferentes, y qué iguales, somos las tribus del mundo.
Pero, entonces, es cuando va y lo hace. Y me pilla desprevenido.
Se saca un pañuelo de papel de no sé dónde y me lo ofrece con dulzura.
Y no sé qué decir. Nada.
“Dar la vida por alguien no está previsto en ningún código de la naturaleza. Es una renuncia voluntaria que desordena el universo.
La paternidad y la maternidad son las únicas certezas.
Todo lo demás casi no existe”.
(Ordesa, Manuel Vilas)
“Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera materia y medición”.
(Ordesa, Manuel Vilas)
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Emotivo
Hola Mjpita,
es muy certero tu comentario: viaje al centro y, si me permites, con una aceleración de nueve coma ochenta metros por segundo al cuadrado
un fuerte abrazo
Sencillamente precioso. Un abrazo enorme.
Gracias Guillermo! Tú sí que viste el teide ?
Otro abrazo para ti!
Gracias por las emociones experimentadas al leerte.
GRACIAS
Un fuerte abrazo muy especial, amigo…
He leído con emoción el libro y los poemas de Vilas
Te he leído con la misma emoción y admiración, amigo.
La frase final vale por todo el libro.
Y en ello estamos, en que ni el dolor ni el amor tienen medida.
Abrazos
Gracias José Ignacio… Un gusto coincidir contigo en lecturas, en helados y emociones…
un fuerte abrazo!