La penicilina: el medicamento precioso
Ya hemos hablado de forma reiterada de mi preocupación por el uso inadecuado de antibióticos, pero cada día en la consulta tengo experiencias que dejan claro que los médicos tropezamos miles de veces en la misma piedra.
En el contexto de cuadros catarrales prolongados generalmente sin fiebre y que frecuentemente se acompañan de un tipo de tos similar a la que padecen los enfermos con asma y cuyo origen parece irritativo o viral, los médicos siguen prescribiendo antibióticos, e incluso aquellos de amplio espectro cuyo uso debería estar restringido para el tratamiento de patologías bacterianas severas.
Hoy, sin ir más lejos, he comprobado como en dos de mis pacientes con estos síntomas, que sin duda no tienen un origen bacteriano, el tratamiento se centró en el empleo de antibióticos que estarían indicados en un proceso neumónico, enfermedad que ninguna de las dos padecía.
Y se preguntarán por mi insistencia, que tiene que ver no solamente con la incapacidad de los médicos para aprender y emplear el conocimiento científico, la prudencia y el sentido común, sino también con la historia, fuente inagotable de conocimiento.
Ayer, un paciente octogenario me contaba cómo pudo llegar su padre a adquirir hace más de 70 años un vial de penicilina en una época en la que no se podía comprar de forma habitual en las farmacias como hoy en día, porque no estaba disponible el medicamento en Madrid.
Cuando él era un niño, en los tiempos previos a la llegada de los antibióticos, la posibilidad de morirse por una enfermedad infecciosa de origen bacteriano en España era elevada. La gente lo sabía y lo aceptaba. Incluso, los propios médicos.
Sin embargo, el padre de mi paciente removió Roma con Santiago y recurrió al estraperlo. Gastándose un dinero que superaba el sueldo de un mes pudo comprar el vial de penicilina que salvó la vida de su hijo de siete años.
El estraperlo
Si buscamos en el diccionario de la RAE, estraperlo es el comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a tasa. Se atribuye su origen a Straperlo (acrónimo de D. Strauss y J. Perlowitz), nombre de una especie de ruleta fraudulenta que se intentó implantar en España en 1935.
Cuenta don Pío Baroja en su libro Miserias de la guerra que la palabra deriva de la fusión de los apellidos de dos judíos holandeses que llegaron a nuestro país en los años treinta con la intención de ganar dinero.
Aquel negocio fracasó, pero la palabra pasó a formar parte del lenguaje común, especialmente en aquellos años treinta y cuarenta vividos tan duramente en nuestra piel de toro.
Había en el estraperlo ilegalidad y clandestinidad en la venta de cualquier objeto, generalmente los más deseados o necesarios en aquellos momentos. Y entre los necesarios, estaba la penicilina, cuya búsqueda requería pericia y dinero.
Según las crónicas, unos alumnos del doctor Carlos Jiménez Díaz, compraron en Chicote en el año 1944 penicilina de estraperlo para curarle de una neumonía que pudiera haber sido el fin de sus días, de modo que pudo ser el primer paciente curado con este antibiótico.
Gracias a la existencia de la famosa coctelería de la Gran Vía y del estraperlo la medicina española se benefició del impulso investigador, clínico y docente que este gran médico trajo a nuestro país.
Llega la penicilina a España: aquella niña de la calle Andrés Mellado
En el mes de marzo de 1944 según los datos oficiales, llegó a nuestro país por vez primera la penicilina, un medicamento descubierto (como muchos otros grandes hallazgos de la ciencia) gracias a una serendipia, por Alexander Fleming en 1929.
Se sabe quién fue la primera persona tratada con este antibiótico en Madrid. Era una niña de 9 años que padecía una septicemia estreptocócica desde hacía semanas y estaba desahuciada por la medicina de entonces. Aunque hay quién opina, que el primer tratamiento lo recibió un ingeniero de la mina de Wolframio en Lage (La Coruña) el mismo día, dos horas y media antes.
La historia de cómo llegó la penicilina para intentar salvar la vida de la niña es digna de una película. El gobierno de Brasil regaló a nuestro país las dosis necesarias para su tratamiento, de modo que doce ampollas (a un precio de 15.000 dólares) viajaron desde Río de Janeiro con varias escalas durante más de una semana dentro de un termo de hielo custodiadas en una caja de hojalata. El texto de su etiqueta pasó a la historia: Laboratorios Oswaldo Cruz. Medicamento precioso. Debe ser conservado en hielo antes de servirse.
La penicilina salida de Brasil viajó por las ciudades de Natal, Bolama, en Guinea-Bisaú, Casablanca y Lisboa. En la capital portuguesa, el embajador de Brasil en España recibió el medicamento y lo custodió hasta la estación de Delicias en el Lusitania Exprés. De ese modo el día 10 de marzo de 1944 a las 14,30 horas Amparito recibió la primera dosis, aunque por desgracia no pudo sobrevivir a la sepsis.
Los primeros años de la penicilina en España
En aquellos años cuarenta del pasado siglo, el 95% de las existencias mundiales de penicilina estaba en manos de los Estados Unidos. En septiembre de ese mismo año cuarenta y cuatro se llegó a un acuerdo con los norteamericanos para recibirla periódicamente en nuestro país.
Con el fin de regular la importación, distribución y empleo de este valiosísimo medicamento, el Consejo Nacional de Sanidad nombró una comisión técnica, y se publicó una Orden de la Dirección General de Sanidad por la que se fijaban una serie de normas a seguir para optimizar el uso de este escaso recurso, de manera que el Comité Nacional de la Penicilina dictaminaba el precio del producto y las personas a las que debería llegar este medicamento.
Todos los solicitantes tenían que acudir a la Plaza de España, provistos de un completo historial clínico, que se enviaba a los médicos del Comité Nacional de la Penicilina para su estudio e informe; y si éste era positivo, se emitían vales para que las farmacias depositarias de la penicilina hicieran la entrega de la mercancía.
En enero de 1947 el Boletín Oficial del Estado publicó una disposición que autorizaba la venta libre de penicilina en las farmacias españolas debidamente autorizadas, pero el estraperlo siguió siendo la fuente principal de acceso al medicamento hasta mediados de los años cincuenta.
No fue hasta enero de 1950 que la penicilina estuvo disponible en cantidad suficiente para poder distribuirlo de forma directa al público en las farmacias. Dos laboratorios españoles, Antibióticos, S.A. y la Compañía Española de Penicilina y Antibióticos (CEPA) fabricaban el 50% de las dosis.
La historia continuó con mejoras en la fabricación y distribución de este antibiótico y pasaron los años normalizándose su uso y formando parte de la vida cotidiana de los españoles con la llegada de sus derivados por vía oral, hasta el punto de que se hizo famoso el dicho dar Britapen sin mirar a quién en referencia al empleo indiscriminado de la ampicilina.
La ampicilina fue la primera penicilina semi-sintética derivada de las amino penicilinas sintetizadas en 1958, con el objetivo de encontrar derivados de la penicilina de mayor espectro por la aparición de cepas resistentes.
En 1972, llegaría la amoxicilina, un antibiótico que sigue siendo en la actualidad de uso frecuente por estar considerado de primera elección en muchos procesos infecciosos.
Los tiempos han cambiado. Hemos pasado de la precariedad y la falta de recursos al abuso y la medicalización de la sociedad, y la penicilina, 80 años después ha dejado de ser un artículo precioso. Se receta a diario en las consultas, y en muchos casos nos sale gratis, e incluso nos la dan en las farmacias sin receta. Los animales son tratados con ella de enfermedades infecciosas y se emplea muy posiblemente de modo profiláctico en la ganadería.
Sus derivados, aliados indispensables de todos los médicos clínicos y cirujanos y el resto de los antibióticos desarrollados en las décadas posteriores, que también eran tesoros, están siendo esquilmados por la ignorancia, la codicia y la pereza.
El mejor homenaje a Fleming
Aquel escocés despistado, que trabajó como microbiólogo en el Hospital de St. Mary’s de Londres, próximo a la estación de Paddington, hizo un descubrimiento que cambiaría la historia de la medicina y que ha sido considerado el descubrimiento del siglo. Lo es sin duda porque ha contribuido de modo notable a la mejora en la calidad y cantidad de vida de las personas en las siguientes décadas. Por poner un ejemplo, en nuestro país, la esperanza de vida aumentó diez años entre 1950 y 1970, siendo el empleo de este medicamento una de las razones.
La medicina moderna hubiera sido imposible sin los antibióticos, los únicos medicamentos capaces de curar. Serían imposibles sin ellos, los trasplantes, el uso de quimioterapia, la mayoría de las cirugías o los tratamientos en las unidades de cuidados intensivos.
Gracias al desorden de su laboratorio, el 28 de septiembre de 1928 pudo observar cómo en una de las placas de Petri sembradas con estafilococo, las colonias que estaban alrededor de un hongo (Penicillium notatum) eran transparentes por lisis bacteriana. Había dado con este hallazgo un paso de gigante en el estudio y tratamiento de las enfermedades infecciosas, al comprender que Penicillium era un moho capaz de producir una sustancia natural con efectos antibacterianos que luego se conocería como penicilina.
Pienso en lo que sentiría Fleming en esos días: ¡Podríamos combatir las bacterias! Aquellos gérmenes que se llevaban las vidas de niños y adultos con asiduidad. Y con este medicamento salvarles.
Así sucedió en la segunda Guerra Mundial, cuando la mortalidad de los soldados por neumonía bacteriana bajó del 18% (de la Gran Guerra) a menos del 1%. Una de las armas más importantes que llevaron los soldados en el desembarco en Normandía fueron las 500.000 dosis de penicilina.
Convencido de la importancia de sus hallazgos, a pesar del habitual clima de escepticismo de sus colegas, publicó los resultados de su descubrimiento un año después en el British Journal of Experimental Pathology en su artículo titulado “On the antibacterial action of cultures of a penicillium, with special reference to their use in the isolation of B. influenzae”.
Sin embargo, quedaban por sortear dos grandes obstáculos, aislar el principio activo del medicamento, lo que se consiguió once años más tarde y producirlo en cantidad suficiente como para probar sus efectos en las personas enfermas.
Fueron los trabajos de Howard W. Florey y Ernst B. Chain, los que permitieron convertir un hallazgo genial en una realidad clínica y social. En marzo de 1942 tuvo lugar el primer ensayo con penicilina de fabricación industrial en el Yale-New Haven Hospital de Connecticut.
Muy pronto los éxitos de esta nueva y milagrosa droga llegaron a la opinión pública a través de una inmensa campaña publicitaria global, lo que contribuyó a que en 1945 recibieran el premio Nobel de Fisiología y Medicina Alexander Fleming, Ernst Boris Chain y Howard Walter Florey.
En 1948, el descubridor de la penicilina visitó nuestro país y fue tratado como una estrella de rock en todos los lugares por donde pasó, aunque el motivo de este viaje tenía una finalidad científica.
Desde entonces, la penicilina ha seguido escribiendo su historia. Un relato de fracasos y de alergias, pero sobre todo de numerosos y grandes éxitos.
Visualizo mientras escribo estas letras la pared frente a mí en la consulta del Centro de Salud de Gamonal en Burgos, donde junto a Mozart y Santiago Ramón y Cajal estaba Alexander Fleming.
Su trabajo y figura ha sido fuente de inspiración para muchos jóvenes científicos, y la penicilina, casi cien años después de su descubrimiento, sigue siendo para mí, como decía aquella vieja etiqueta de una caja de hojalata, un medicamento precioso.
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