En el metro

La curiosidad del médico homeópata: viajando en el metro

me miro en los cristales de este vagón del metro

con una mineral indiferencia

porque, dentro de mí, ya nada cambiará.

Joan Margarit

En un día ya muy lejano, mi maestro Pedro Arnal me enseñó que ser curioso y tener capacidad de observación era fundamental por poder ser un buen médico. El tiempo le dio la razón y mis estudios de homeopatía y posterior práctica clínica lo fueron confirmando.

Ser capaz de leer entre líneas lo que observas, escuchas y sientes te capacita para poder comprender lo que el otro está padeciendo y a veces incluso adelantarse a lo que necesita.

Por ello, quisiera compartir con vosotros un ejemplo de capacidad de observación como ejercicio para seguir desarrollando el interés por aprender y mejorar la capacidad de ayuda a los demás. Pongamos que hablo del metro de Londres.

El metro de Londres

El metro de Londres, el overground o el underground dependiendo si el viajero va por arriba a cielo abierto o en las profundidades de la tierra es de por sí un espectáculo, un laboratorio de sociología gratuito lleno de oportunidades científicas,un trencadís, un mosaico cultural, un centro de estudio de modas, costumbres y comportamientos si se tiene la capacidad de observarlo con una mirada estética, ética, respetuosa y empática.

En estas líneas tendrán cabida la observación y la reflexión sobre alguno de los fenómenos estudiados, siempre desde el deseo de comprender, aprender y cambiar si es para mejorar.

Lo primero que llama la atención, del mismo modo que sucede en la mayoría de los transportes públicos del mundo occidental es la individualidad. Nadie cede el asiento, nadie mira a nadie, incluso uno puede llegar a sentir que es transparente para todos los demás. Cada cual a sus asuntos. Siento que esta observación dice mucho de nosotros como especie en crisis y sería motivo más que suficiente para un análisis monográfico,de nuestros tiempos líquidos, pero existen muchas otras maneras de mirar, de escuchar, de oler y sentir en el metro londinense a ambas orillas del gran río.

El teatro de viajar en un vagón

Viajar en un vagón de metro es como asistir a una enorme sala de cine en la que se pueden ver en un breve espacio de tiempo escenas de acción, de terror e incluso románticas. Es además un gigantesco teatro en el que en cada esquina se representa la vida con exageración tanto de forma intencionada como improvisada. Cualquier cosa puede pasar en su interior aparte del ruido, el calor y el aburrimiento. Hay música en los andenes, en los pasillos y en los vagones retumbando en los pobres oídos de la gente indiferente, pero también gritos y susurros.

En el improvisado escenario algunos miran hacia atrás con ira, los de allí bostezan, otros se despiden con la mano o con un beso, aquellos se manosean y esos del centro discuten acaloradamente sobre cualquier tema, de política o de fútbol. 

Hace calor y en los vagones se siente la humanidad circundante. A veces es difícil estar sujeto a algo sólido y las colonias se mezclan con los olores corporales. Surgen aromas de las diferentes comidas transportadas en los vagones cuyas ruedas pueden sonar de un modo tan estridente que obliga a taparse los oídos mientras surgen las preguntas de qué caminos de hierro son los que se corrompen.

En un instante puedes encontrarte a un sij elegantemente vestido con su turbante y barba bien recortada frente a una joven pelirroja de Escocia con la piel láctea tachonada de tatuajes pegada a un encorvado anciano bengalí que mira con desdén a un joven ejecutivo con unos audífonos de color chocolate en sus oídos como si estuviese en otro lugar transportado no se sabe si por la música o las noticias preocupantes de la bolsa de Nueva York.

Más allá mujeres cuyas caderas recuerdan a la Venus de Willendorf (30.000 años no es nada) dan su espalda a miradas orgullosas envueltas en saris verdes, azules y amarillos. Me vienen a la mente las constituciones calcárea y fosfórica.

Se hace un receso, sale la gente del vagón y se abre la puerta dando un respiro a nuestros pulmones y extremidades. Aparece una esbelta mujer de color con un turbante africano y un vestido hasta los tobillos rojo, naranja, azul y amarillo que capta la atención. Ha entrado como si fuese una reina y todos los que allí están fuesen sus súbditos. No es necesario ni corona ni castillo para ser regia realmente.

Con mirada de homeópata pienso en lo diferentes que somos cada uno de nosotros y la necesidad de individualizar los tratamientos para conseguir los mejores resultados posibles en salud. La historia clínica bien hecha no deja de ser un mosaico como el que la observación nos muestra en el metro. Aparecen en mi mente ideas como el tipo sensible, las constituciones y el modo de comportarse de cada cual. Conceptos necesarios para poder ser un buen homeópata. Todas las personas deberían parecernos igual de dignos de aprecio, interés y afecto. Y esta verdad absoluta es más necesaria en los tiempos que corren en este año 2024. ¡ojalá todos lo sintiéramos así!

Bajando, subiendo, entrando y saliendo de los vagones del metro

En las escaleras mecánicas y en los pasillos múltiples figuras se tropiezan y se evitan en busca del objetivo: entrar, salir, intercambiar y llegar. La vida se refleja en el movimiento y los días en los carteles que anuncian las próximas citas teatrales, cinematográficas, musicales y operísticas. 

Unas personas salen y otras entran enfundadas en un habitual atuendo como si fuese el uniforme: pantalones cortos, chanclas de piscina con calcetines blancos, camisetas, miradas de tedio y pelo alborotado. Con bolsas o mochilas sus manos y rodillas muestran inquietud y su presencia desapercibida para los demás viajeros aburrimiento. Siento como el estrés se contagia y me gustaría disponer de un bálsamo que hiciese sus vidas más confortables. Pero ¿quién soy yo? para ir prescribiendo de vagón en vagón.

Mientras corren mis pensamientos irrumpen como una ola dos jovencitas con vestidos de colores lila y crema respectivamente charlando en un tono que invita a escuchar incluso aunque no quieras. Su conversación suena a triunfo, a campana que llama a rebato. ¿Es euforia lo que muestran, expectación o alegría? Su aspecto es más que saludable.

Por el vagón circulan desprendiendo suciedad y tristeza vendedores de periódicos de “caridad” a los que nadie mira ni escucha. Los personajes londinenses descritos por Dickens hace casi doscientos años siguen existiendo, aunque ahora la pobreza alcanza mayor velocidad y la ruindad de los modernos Scrooge se esconde en rascacielos azules. Siento tristeza y desasosiego, pero, sobre todo, impotencia porque quizás el único tratamiento consista en justicia y amor. O atención psiquiátrica y social. ¡Cosas mías!

En este tráfico humano aparecen y desaparecen muchachos con rastas, jóvenes y ancianos tatuados, rostros adornados con piercings, ombligos al aire, ancianas orondas y otras cuya frágil delgadez asusta porque parece que van a romperse como cristal de Bohemia en cualquier momento. Todos tienen algo en común; los pies les igualan: ¡calzan zapatillas deportivas! Menos mal que el calzado no debe ser importante a la hora de prescribir.

Unos beben, otras comen, algunos trabajan en el portátil, otras escuchan podcast o música. Los hay que bostezan y muchos duermen el sueño de los justos o la resaca de ayer. Y entre todos, aparece un anciano con aspecto de endemoniado tocando la armónica como un Pan del siglo XXI sin fuerzas para bailar vagón arriba, vagón abajo sin que la concurrencia atienda ni rinda tributo a su música.

Historias en los andenes

En los andenes frente a frente los pasajeros se escrutan con curiosidad o se ignoran con desdén. Son ellos con sus circunstancias, como la joven de verde y rosa que parece recién salida de un cómic japonés de manga.¿Será una forma nueva de estética fosfórica ? porque no deja de parecerme una rara e interesante forma de belleza.

Hay quien juega como un niño a matar marcianitos en el móvil a pesar de su calvicie y sus bíceps de acero fruto de años de gimnasio, pero la mayoría se muestra ausente, absorta, abducida por sus móviles y tabletas con los sentidos fuera del vagón y sus oídos en otros mundos de dios.

Ella se hace fotografías a sí misma, autorretratos con pinceles o cámara diríamos antes, selfis con el móvil decimos ahora, sin parar, una y otra vez,como si el mundo fuese un espejo gigante en el que solo se reflejase su rostro, su nuevo peinado, sus uñas recién pintadas. ¡Vanidad de vanidades! Me acuerdo del lienzo de Pereda o del retrato de la Calderona, aquella famosa actriz que se conserva en el Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid y cuyo autor sigue siendo desconocido. Y todo ¿para qué? ¿Serán el oro o el platino el mejor medicamento?

Entran ahora en uno de esos vagones que están detrás de una cristalera, se empujan al entrar y salir de modo que se siente un cierto agobio en el ambiente. Se presiente el calor, el ruido de los raíles, la impaciencia, el tedio, la angustia e incluso la alegría. Y se hace más complicado el análisis social.

A pesar de una sentida uniformidad puede observarse por el rabillo del ojo entrar y salir pasajeros que llaman la atención por sus formas de moverse y vestir; desde jóvenes trajeados con rasgos occidentales hasta esbeltas mujeres de color que podrían cantar y bailar jazz o musicales, indios dignos de poseer un Raj o reencarnados faraones egipcios. ¡Qué interesante estudio saldría de todo ello!

Mezclados con ellos, de una forma poco soluble como el cola-cao están los turistas, que, por su forma de moverse, de hablar y su indumentaria se reconocen. El observador es uno de ellos, pero, piensa que en realidad somos todos mestizos e híbridos, turistas y extranjeros, nómadas, diaspóricos, migrantes o exiliados. Lo hemos sido a lo largo de los siglos, de todas nuestras historias conocidas y desconocidas. Y siente un gran alivio.

El viaje: en busca de la verdad y la belleza 

Entonces, se muestra dispuesto a afrontar el viaje como un niño sin miedo y siente la gracia que le permite seguir con el estudio en diferentes horas del día y de la noche, como un Poirot o, mejor dicho, un Holmes del siglo XXI ya que el tipo de viajero en el metro cambia con las horas.

El estudioso mira los carteles, se fija en los letreros de las estaciones, escucha la sonoridad de los nombres a través de la voz metálica de la señorita robot y no deja de leer en los rótulos luminosos: “vigilen sus pertenencias” mientras aprueba con la cabeza el mensaje del alcalde que reza: “cada uno tiene su tiempo, respete el de los demás”.

Así, entre rostro y rostro, niños, ancianos, trabajadores y jóvenes de tan diversa condición, todos con diferentes relatos que contar, el narrador imagina e inventa historias camino de Brockley, lugar al que llega con las piernas cansadas ydoloridas,pero el alma henchida de experiencias, conocimientos y sueños.

Piensa que quizás para conocer de verdad a una ciudades necesario viajar por todos los caminos del metro de la misma manera que para conocer la realidad de una persona enferma es imprescindible transitar por todos los recovecos de su biografía.

Los caminos del metro son un viaje, la medicina, la homeopatía y la vida constituyen el VIAJE con mayúsculas.

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