A Amancio Amaro, el brujo
No debe dolerte el corazón al dar, pues debido a eso el Eterno te bendecirá en todos tus actos.
Deuteronomio
Ser médico
Puede que en mí influyese el ejemplo de mi padre, un hombre dedicado en cuerpo y alma a la medicina, o, las historias que contaba mi tío abuelo, aquel caballero que llenaba la estancia con su presencia, tan parecido a Gary Cooper, jefe de servicio de Medicina Interna en una ciudad gallega, y que antes, había tenido que cabalgar a lomos de caballo para atender a los pacientes en las aldeas y los pueblos lejanos.
O, quizás, fuese la casa llena de regalos de todo tipo en las fiestas navideñas que hacían que, cada día y en cada sonido del timbre, viviera una sorpresa permanente.
Menos debieron impactarme aquellas series de médicos de la televisión de mi infancia y adolescencia, como Centro médico, en el que trabajaba el doctor Gannon, ídolo de los setenta, o Marcus Welby, médico de familia en Santa Mónica.
Pero, lo cierto, es que decidí estudiar medicina, y poco a poco, me convertí en médico de familia.
A lo largo de más de tres décadas de práctica clínica he sido siempre alumno y a veces compartido tiempos, espacios y pasiones de aprendizaje con estudiantes y médicos residentes de los que he aprendido mucho, y a los que he intentado transmitir lo que creía especialmente importante para ellos.
He creado lazos de amistad con algunos que aún perduran, y perviven en mí, el hermoso recuerdo de aquellos años con otros.
Muchos compañeros de viaje forjados en los hospitales, en las facultades de medicina de Madrid, Valladolid y Zaragoza, en la Unidad Docente de Medicina Familiar y Comunitaria de Burgos y en los Centros de Salud por los que he pasado en Madrid, Santander, Móstoles o Burgos.
La palabra es un poderoso soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la compasión.
Gorgias.
Palabras que curan
Si hablamos de palabras, recuerdo muy bien las de aquel médico polaco de tan difícil pronunciación: La medicina y el arte parten del mismo tronco. Ambos tienen origen en la magia, un sistema basado en la omnipotencia de la palabra. Me siento plenamente identificado con ellas e intento dentro de lo posible hacerlas mías cada día de consulta. Por eso, creo que es preciso empezar hablando de la magia.
Mientras visualizo mentalmente las imágenes de la película Fantasía y me siento inundado por la música de Paul Dukas, no tengo más remedio que reconocerme en las dificultades y en la pasión que pone el famoso ratón de Disney, con su atractivo atavío de aprendiz de brujo.
Así actuamos nosotros. Nos vestimos con batas, pijamas de colores y ponemos al cuello el estetoscopio simbolizando el poder que nos han otorgado.
Poseemos las palabras. Palabras de vida y de muerte, de dolor, alivio, miedo o esperanza, en cada encuentro con los pacientes y sus familias.
Las palabras me trasladan a la selva africana de las películas de Tarzán, repetidas en las tardes de verano en aquel pueblo de la sierra madrileña y a las desérticas o montañosas tierras del salvaje oeste americano, en las que aparecía la figura del curandero, del hombre sabio, que desde el conocimiento profundo de las plantas y del poder de la mente obraba curaciones que al espectador infantil parecían milagrosas. Lo más importante era sin duda, que aquellos chamanes recitaban mirando al cielo y con voz profunda oraciones incomprensibles, que parecían hacer efecto en los pacientes.
Recuerdo, desde la lejana infancia, la película de Merlín el encantador, un mago capaz de los mayores prodigios para ayudar a aquel adolescente que sería el verdadero rey, el dueño de la poderosa espada Excalibur.
Y quedan grabadas como sello, de aquel disco de rock sinfónico, tan escuchado en mi primera juventud, las palabras, con las que comienza el famoso tema del álbum de Rick Wakeman, The Myths and Legends of King Arthur and the Knights of the Round Table, dedicado al rey Arturo: Whoso pulleth out this sword from this stone and anvil, is the true-born King of All Britain. Palabras, que preludian el milagro.
Los brujos, hechiceros y chamanes desde tiempos remotos curaban a la gente con palabras mágicas, pero en el siglo V antes de Cristo, los griegos partiendo del conocimiento filosófico y médico emplearon la palabra curativa no mágica a través de la catarsis, la mayéutica y el diálogo. Hoy en día, tanto en los países desarrollados, en los que médicos, psiquiatras, psicólogos y otros profesionales de la salud desarrollan su labor, como en los lugares más remotos del planeta, en los que no existen estas profesiones, los curanderos siguen ejerciendo un papel psicoterapéutico, basado principalmente en el conocimiento empírico, y en el poder de la palabra.
sístole y diástole
hasta ser uno mismo
como el viento en el aire
Jaime Siles
Jaime Siles
Aprender a curar, aliviar y acompañar
La palabra alemana Erfahrung (experiencia) significa aprender algo caminando, mediante largas caminatas y rodeos, y el verbo inglés to experience se refiere a lo que sentimos y vivimos interiormente, lo que experimentamos día a día.
Experiencia es pues, un saber que no se alcanza solo en los libros; es un conocimiento práctico que, sin desdeñar la teoría, se nutre del contacto directo con las cosas y las personas.
En la práctica clínica, nada se aprende ni se lleva a cabo de modo apropiado sin el contacto con las personas.
Supongo que, de un modo u otro, todos llegamos a ser lo que nuestros genes y circunstancias nos permiten, con mayor o menor fortuna y sorteando obstáculos de diversa índole.
Y en ese sentido, cuando el camino por recorrer parece más corto y estrecho que el recorrido, siento la necesidad de reflexionar sobre ello, tanto como una manera de hacer presente mi medicina, como compartirla con todos aquellos que me han acompañado en el trayecto.
En esta cadena de aprendizajes desde la infancia han contribuido a mi formación humana y médica muchas personas: familiares, maestros, compañeros, discípulos, pacientes, y también grupos humanos.
Es para mí indudable, que no sería el tipo de médico que he llegado a ser, sin el grupo Comunicación y Salud de semFYC, al que pertenezco desde hace casi veinticinco años.
Tampoco entendería la relación médico-paciente desde una perspectiva tan abierta y holística ni valoraría la importancia de lo individual y lo narrativo sin mi formación como homeópata. Un estudio y aprendizaje que comenzó de un modo casual, como muchas de las cosas importantes en la vida, en 1994.
Llegué a ello, casi desesperado, buscando alternativas para poder ser más eficaz en la consulta del centro de salud, sin saber lo que significaba la homeopatía e hipotecando dos años de mi vida en viajes y estudios. Me atreví a saber.
La amistad de aquellos que formamos el proyecto HDH (hablando de homeopatía) y las enseñanzas que vengo recibiendo de todos ellos en estos años, así como de las muchas personas que nos escriben comentarios desde España y multitud de países latinoamericanos me hacen mejor médico. Y de ese proyecto nació, en gran manera, mi necesidad de escribir.
Antes de todas estas experiencias enriquecedoras y en sí mismas sanadoras, tuve la fortuna de trabajar como médico residente en la Fundación Jiménez Díaz, un lugar de excelencia, en el que era habitual la celebración de sesiones clínicas diarias y donde conocí a alguno de mis maestros.
Allí, pasaba las mañanas y las tardes, de sala en sala de hospitalización, en la biblioteca y de nuevo a visitar enfermos.
Nunca he tenido la sensación de aprender tanto en tan poco tiempo, al lado de médicos residentes y profesionales de plantilla, tanto enfermeras como médicos a los que guardo en mi recuerdo. Por eso, los meses que pase allí fueron tanto, a nivel personal como médico, de los mejores de mi vida.
A mitad de los años ochenta, en aquel año en el que la selección española de fútbol jugó la final de la Eurocopa contra Francia (recordada por el fallo de Arconada) decidí ser médico de familia. En contra de cualquier pronóstico de mis amigos y familia, me marché a Santander (ciudad que no conocía previamente) a formarme cómo médico residente en el Hospital Universitario Marqués de Valdecilla.
Una decisión que, quizás, haya sido la más importante de mi vida y que, tras años de trabajo, estudio y dificultades, vino a ser la fuente de mi vocación y pasión por la atención primaria, aparte de permitirme conocer a personas que tiempo después siguen siendo de mis mejores amigos y a mi esposa, con la que he tenido tres hijos extraordinarios.
Pero quizás, lo más importante de todo lo que tiene que ver con mi historia como médico, sucedió una mañana cualquiera de los años ochenta del pasado siglo, en ese tiempo anterior al descubrimiento por Warren y Marshall de la implicación del helicobacter pylori en la úlcera gastroduodenal, que les valió el Premio Nobel de Medicina en 2005 y cambió radicalmente la historia de esa enfermedad.
Era una mañana luminosa de primavera, en una sala de hospitalización en el servicio de Medicina Interna de la Fundación Jiménez Díaz. Y él, un paciente ingresado por hemorragia digestiva secundaria a una úlcera duodenal, sacando fuerzas de donde no las había, se dirigió a los dos médicos residentes que estábamos a ambos lados de su cama diciéndonos: muchachos, esto que hacéis, es muy grande.
Es difícil describir el efecto que esas palabras produjeron en mí, pero, cada día y con cada paso que doy, sé que no olvidaré esa sensación mientras viva.
Lo sé, del mismo modo que, desde el convencimiento de mis escasas certezas y la inmensa incertidumbre que siempre me rodea, he sido, soy y seguiré siendo solamente un aprendiz de brujo.
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Me ha encantado el articulo, me siento muy identificada con tus palabras los medicos somos humanistas, chamanes, brujos… que informamos y acompañamos al paciente y su familia en su proceso de salud y enfermedad y no esos egos inmensos dentro de batas blancas que han deshumanizado la práctica sanitaria en estos últimos tiempos….gracias
Muchas gracias a ti Lucrecia por tu lectura y bellas palabras.
Besos