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Patologías
Por Dr. José Ignacio Torres
El verano es un tiempo de lecturas, de sueños y reflexiones desde los cómics y novelas que nos hacían vivir mil aventuras en la infancia al dichoso y sosegado encuentro con el autor del ensayo, el poema o la novela en un entorno diferente del habitual.
Es el verano el momento oportuno para trasladarse de forma continuada a diferentes tiempos y lugares con esa máquina ubicada en nuestra capacidad de imaginar, percibir y sentir sin necesidad de salir de casa, especialmente cuando viajar parece ser difícil en estos tiempos de pandemia.
Puedes sentirte envuelto en la sensualidad de la Alejandría de principios del siglo XX, vivir en los convulsos días de París durante la segunda República, callejear por el Madrid de los primeros Austrias o viajar de Paris a Tokio, en busca de tu propia historia.
Incluso, este verano, gracias a los libros, he tenido la oportunidad de jugar al ajedrez con Arturo Pomar a través de las páginas de Paco Cerdá ,estar en sesión continua en el cine de Berlanga, gracias a Miguel Ángel Villena o revivir las grandes producciones de Hollywood y la vida de sus estrellas con Perico Vidal en el excelente texto de Marcos Ordoñez.
Sin embargo, este verano tiene para mí un cierto tono bermellón de irrealidad teñido de añil melancólico y triste por la permanencia de la amenaza viral, la perplejidad de asistir desde nuestras casas a unos Juegos Olímpicos sin público y fechados en 2020 (hay que lavarse la cara continuamente para darse cuenta de que es agosto de 2021), los dispersos, egoístas y confrontados puntos de vista sobre vacunas, medicinas y carnets, el impetuoso éxodo hacia las playas de las masas sedientas de sol y mar, la intolerancia que se manifiesta en las calles, la política y la sociedad incluso en la Europa y América democráticas y la desidia de estos mismos países y gobernantes con respecto al presente de los más débiles y al futuro del planeta.
En esta especie de Woodstock de ciencia ficción en el que la masa sigue siendo sospechosa para los sanitarios y deseable para la economía parece difícil centrarse, porque nos sentimos arrollados por una continua manifestación callejera y televisiva que nos angustia por su fealdad y sus riesgos potenciales.
El dolor forma parte de la vida
Hablo de todo esto, porque la vida siempre se refleja en la consulta. Los pacientes son personas que viven en un contexto social y que tienen una biografía, una historia personal que contar, y sobre todo, contarse.
Más que nunca estamos asistiendo en las consultas de Atención Primaria a personas con ansiedad, angustia, depresión y problemas de autoestima, muchas de ellas relacionadas con este contexto de dificultades laborales, de acoso que hiere y se pega como la baba de un caracol a sus almas, de pérdidas, de soledad y de miedo.
Hace unas semanas fui a visitar a su domicilio a una anciana encamada que utiliza más de quince pastillas al día, y después de explorarle y hablar con ella, su cuidadora interpretando mis palabras me miró y preguntó: ¿Entonces, doctor, el diagnóstico es soledad?
Pero no solo son ancianos desvalidos y abandonados más o menos a su suerte los que necesitan y a veces nos piden ayuda, sino personas de todas las edades y condición social.
Esta mañana, he comprobado como el miedo paraliza y dificulta la terapia aun cuando no tienes todavía treinta años y tu entorno familiar es un gran apoyo.
Cuesta comprender la ansiedad, es muy difícil asumirla y por ello cada paciente es un reto en el que sin la escucha necesaria y el afecto todo conocimiento y habilidades se hacen infructuosas.
Consultas largas. Tiempos de silencio y de pañuelos. De reforzar la capacidad curativa de cada persona y tender la mano. De abrazos a pesar del virus y de una disposición de ayuda permanente.
Y al salir por la puerta de la consulta, el dolor reflejado en sus caras sigue estando presente en mí de manera que me hace pensar que sigue mereciendo la pena cada mañana.
Una persona ¿es continuamente ella misma, o lo es una y otra vez de una manera consecutiva, a una velocidad tal que produce la ilusión de una estructura continua, como el parpadeo de las viejas películas mudas?
Lawrence Durrell
Reconocerse en medio del oleaje
Supongo que de un modo u otro todos necesitamos preguntarnos constantemente quienes somos y qué sentido tiene lo que hacemos, incluso en tiempos de pandemia o quizás aún más en estos dos últimos años.
Cuando nos sentimos inundados por los teléfonos móviles, las redes sociales y los medios de comunicación que tan frecuentemente impiden que nos comuniquemos, cuando tantas personas han sentido tan cerca la muerte propia o de sus seres queridos es el gran momento de mirarse al espejo. Es tiempo para la serenidad que permite el encuentro con uno mismo y el reconocimiento.
Todos los días asisto a personas que hace meses o años que no se reconocen. No saben quién son ni cuáles son sus fortalezas, sus habilidades que les hacen tan valiosas para los demás.
La autoestima se ha quedado pegada con resina de los pinos (que con su sombra y pinocha nos incomodan la vida) a los “me gusta” y a nuestra capacidad de influenciar en los demás sin tener un solo instante para reconocernos a nosotros mismos.
La terapia comienza con el reconocimiento, con el autoconocimiento después de la destrucción de las fotos y la superficialidad de una vida que nos arrastra no como una ola, sino como un tsunami. Y si no somos capaces de comprenderlo, no hay pastillas en el armario que ayuden.
Hay que recobrar la película de sus vidas, con instantes de drama, pero también de comedia, y a veces, de terror o de ciencia ficción. Porque visualizar de modo repetido las escenas es el único modo de que la historia cobre sentido.
La vida quizá no sea sino un cuadro que se contempla desde detrás de un árbol. Se nos ofrece en su totalidad, pero sólo la percibimos en perspectivas sucesivas. La depresión te vuelve ciego a las perspectivas. El todo de la vida te aplasta.
Muriel Barbery
La música y los colores de la terapia
Y allí está ella, frente a mí, hablando muy bajito, en otro idioma, sin reconocerse y retándome continuamente a buscar soluciones.
Ella, que vino de un país vecino y que siempre ha querido volar hasta aquel día en que le cortaron las alas y cayó a un vacío ardiente como un nuevo Ícaro del XXI.
Y está todavía aplastada por las cenizas, bloqueada en la puerta de embarque de la vida sin conocer la dirección precisa. Y yo, pobre Médico de Familia, buscando el mapa, intentando pintarla como lo haría un italiano del quattrocento para reconocer su cuerpo, su mirada y su alma. Tratando de buscar las perspectivas como hacían Piero della Francesca con la luz o Franco Battiato con sus canciones.
A pesar de la dificultad y del dolor, de la sensación de impotencia compartida tengo la certeza de que sólo encontrando sus colores y su música seré capaz de ayudarle a quitarse las cenizas y las piedras que le aplastan.
Lo que necesitamos no son etiquetas clasificatorias, sino hitos en el camino.
Josep María Esquirol
Un centro de gravedad permanente
Y mientras surfeamos las olas virales del verano aparecen el cáncer de pulmón, el aneurisma de aorta, el cáncer de colon, la cardiopatía isquémica o la diabetes recientemente diagnosticada, de modo que, aunque algunos han salvado sus vidas llevan una etiqueta en el cuerpo y el alma como la fruta del supermercado con la diferencia de que la de ellos es un tatuaje doloroso para siempre que ha cambiado sus biografías.
Cuando veo salir a ese hombre cincuentón de la consulta obeso, hipertenso y diabético que acaba de recibir la mala noticia de esas etiquetas tan pesadas pienso que quizás debe ser más doloroso todavía vivir solo y sin trabajo, y eso es más duro y difícil de etiquetar en la historia clínica informática tan aséptica.
Es difícil también para el terapeuta encontrarse consigo mismo. Es una labor que precisa de decisión, de una personal isla del Gallo para trazar la línea que separa lo accesorio de lo importante en la búsqueda constante de un centro de gravedad permanente que, desde la serenidad, la sensatez y el compromiso nos haga de verdad útiles a los demás.
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