De Velázquez a Picasso
A mi amigo Roberto Pelta
Por el Dr. José Ignacio Torres
Stilness. One of the doors
into the temple.
Mary Oliver
La quietud es una puerta que conduce a diversos templos: lugares de oración, de respeto, de curiosidad, de amor o de conocimiento. Quieto, espero el momento de llegar a aquel lugar tantas veces visitado, pero siempre desconocido porque como todos, nunca está en el mismo sitio. Quietud frente a tanta premura, silencio en vez de gritos, paz en tiempos de tanta guerra. Así, lo siento.
De un modo casual, como casi todo lo importante que sucede en la vida, llegué a Málaga un jueves de principios del mes de junio con algo de incertidumbre y una pizca de desubicación por tener que vérmelas nada menos que con artistas que ejercieron o ejercen el oficio que profeso.
Todo por la insistencia de mi buen amigo Roberto, al que debo agradecer la experiencia y al que dedico estas líneas, y por la generosidad de Gerardo que acogió afectuosamente desde el principio tanto mi texto como mi presencia en la reunión.
Llegamos una tarde de jueves a esa estación de tren ornada con el poético y filosófico nombre de María Zambrano y después de encontrar la calle Parras tan próxima a la iglesia de San Nicolás de Bari y el museo del vidrio dirigimos nuestros pasos hacia el lugar de nuestro primer refrigerio que resultaría tan agradable y exitoso como el resto de las jornadas diurnas y nocturnas disfrutadas en la ciudad.
Málaga lucía en todo su esplendor, llena de vivos colores y aromas como el que desprendían en su blancor los jazmines estrella y las campanas azul violáceo de las jacarandas de la plaza de la Merced.
Cuando pienso ahora en ello, viajo inevitablemente al Santander de los ochenta, en mis primeros días de residencia y a los aromas de la alheña en la escalera que me conducía al hostal Mimosa. El olfato. Ese sentido tan evocador y poco valorado que nos permite viajar a lugares y tiempos lejanos y volver a sentir la presencia de las personas amadas.
Dicen de la plaza de la Merced que pudo ser el emplazamiento de un antiguo anfiteatro romano, pero en ese instante se presentaba afeada por las obras que impedían el disfrute pleno del paseante a la limpia luz del atardecer.
Aunque lo primero que llama la atención en aquel lugar es el obelisco central que rinde homenaje a Torrijos y los héroes de la libertad inmortalizados en el lienzo de Antonio Gisbert el turista ocasional se entrega a la búsqueda de un broncíneo Pablo Picasso ensimismado mientras da la espalda a la casa que le vio nacer en 1881.
El motivo de nuestra visita malagueña era la XIX Reunión de la Asociación Española de Médicos escritores y artistas (Asemeya) que se celebraba en el Colegio de Médicos de Málaga, un bello edificio (destinado inicialmente para bodegas de vino de Málaga) aunque lejano del centro histórico, por lo que es preciso buscar la ayuda del transporte público.
Llegué al colegio cuyas aulas conocía por mis clases del CEDH el viernes por la mañana un algo despistado y un mucho expectante. Sin embargo, desde el primer momento sentí la calidez del ambiente propiciado tanto por los organizadores que moderaban las diversas presentaciones de los asistentes como por la belleza de los temas tratados con una sencillez y cercanía no habitual en las reuniones de los profesionales sanitarios. Éramos pocos, pero claramente bien avenidos.
De modo inmediato, tuve la impresión de estar en un lugar amistoso como lo han sido durante más de veinte años los congresos y reuniones del Grupo-Programa Comunicación y Salud. Un lugar común de aprendizaje, amistad y diversión compartidos.
En esos dos días aprendí mucho, mientras tomaba nota de futuras lecturas, pinturas, músicas y visitas a lugares o museos y disfrutaba de las historias compartidas por los conferenciantes, la mayoría de ellos médicos.
Por momentos el lenguaje musical se unió al literario y se leyeron poemas por voz de sus autores con los ecos aún recientes de la inauguración de la escultura El Aplauso en homenaje a los sanitarios, especialmente a aquellos que nos dejaron en la pandemia.
Vimos como espectadores de primera fila desfilar por el aula serena que nos acogía a maestros de la narración como Chejov, Baroja, Maalouf o Felipe Trigo y de los pinceles, como los Madrazo, Murayama, Ferdinand Hodler, Julio Romero de Torres, El Greco, Valdés Leal, Dino Valls y Ramón Gaya. No faltaron a la cita por supuesto, ni Velázquez ni Picasso hilos conductores y almas de la reunión presentes en varias conferencias.
Cuando llegó mi turno, un poco aturdido por la sabiduría y buen hacer de mis contertulios confesé tanto mi inseguridad como la sensación de imprudencia que me embargaba por haber tenido la osadía de participar con el texto que escribí después de la lectura de Fortunata y Jacinta en plena pandemia en aquel 2020 en el que también se celebraba con diversos actos y exposiciones el centenario de la muerte de Pérez Galdós.
Hubo tiempo para visitar las esculturas y pinturas expuestas en un bello patio aledaño a la sala El Galeno y reparé en los libros presentados y expuestos con el deseo de poder tener la oportunidad de leerlos, algunos de ellos especialmente, por razones personales o preferencias estéticas.
Las tardes y noches propiciaron los paseos, los tapeos y el disfrute de los helados de casa Mira, muy especialmente el delicioso bombón helado sin parangón, acabando en veladas a la luz de la luna con la Alcazaba o la iglesia de San Juan enfrente de las terrazas donde Arancha y yo departíamos a la vera de una ginebra con tónica.
La reunión acabó tal y como había empezado, disfrutando de la visita en grupo al Museo de Málaga y de una excelente comida compartida junto al mar. Momentos imborrables de nuevas amistades.
Aquel domingo, antes de dejar la ciudad, y después de un paseo por la playa regresamos al museo para revisar sus fondos arqueológicos y conocer sus pinturas, especialmente el lienzo de Simonet.
Ese cuadro tantas veces observado titulado Anatomía del corazón en el que un viejo médico contempla en su mano el corazón de una mujer pálida, de largos cabellos y pies hinchados a la que acaba de autopsiar y cuya luz tenue penetrando por la ventana de la derecha permite al espectador adivinar que el galeno se está preguntando por el alma de la joven.
En aquella sala del museo comprendí que desde principio a fin Málaga me había regalado unas jornadas con alma. Tanto en ese instante como unas horas antes cuando mi yo expectante se preguntaba por la de aquellos, capaces de compartir conocimientos e inquietudes sin otro fin que el disfrute propio y ajeno.
La medicina es un arte, y los médicos capaces de entenderlo y sentirlo son artistas que ponen sus conocimientos y habilidades técnicas al servicio de los demás. Quizás sean necesarios años de práctica y experiencia para comprenderlo, pero sería mucho mejor para todos saberlo desde el principio.
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